Amnistía: fallo fallido | Opinión

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Tres acontecimientos graves intentaron demoler nuestra Constitución: el terrorismo de ETA, el golpe de Estado del 23-F de 1981 y el procés independentista catalán de 2014 a 2017. El primero fue el más sangriento; el segundo, el más absurdo; el tercero, el más insidioso. Todos fueron delictivos: sentenciados y condenados.

La astucia en el procés consistió en dar la vuelta al calcetín y demandar tras la sedición, sin tregua, favores o exigencias al Gobierno, que siempre terminaba cediendo. La penúltima petición fue la amnistía.

Ante ella había dos posiciones enfrentadas: la de amnistiar a los sediciosos y la de negársela. La primera fue defendida por el “sanchismo” en el poder; la negativa, por los “antisanchistas”. Con un estrecho margen de dos votos (177 a 172) se aprobó la amnistía, previas manifestaciones varias de protesta. Contra ella interpuso el Grupo Popular recurso de inconstitucionalidad. Los magistrados del Tribunal Constitucional afines al “sanchismo” eran mayoría; los contrarios, minoría. Los primeros fueron llamados “progresistas”; los segundos, “conservadores”. Así sonaba mejor.

¿Qué iba a pasar al final? La Constitución no hablaba de amnistía, pero mencionaba tres veces un derecho o prerrogativa “de gracia”. Además, prohibía los “indultos generales”. Se abría una gran incógnita. El Tribunal tendría que “construir” una respuesta.

Vista la prohibición de indultos generales era muy fácil rechazar la amnistía, pues quien no puede lo menos (indulto) tampoco podría lo más (amnistía), argumento a fortiori tan utilizado en derecho: a minore ad maius. Pero eso contrariaba a los “progresistas” inclinados a aceptar la ley. Tenían votos suficientes para ello. ¿Por qué no hacerlo? Era la gran tentación.

Quiero subrayar que, entre el “sí” y el “no”, había soluciones intermedias: se podía aceptar una amnistía colgada de ese “derecho de gracia” constitucional a través de una ley orgánica previa, norma general con las limitaciones necesarias. O, aun sin ese marco, cabía enjuiciar el singular acto parlamentario de amnistía distinguiendo “clases” diferentes: aceptarlas si los amnistiados, por ejemplo, prometían abandonar su conducta sediciosa o, al menos, se ponían a disposición del juez y no se hacían prófugos; o admitirla si no se invadían competencias del poder judicial; cabía también no amnistiar las responsabilidades económicas por malversación; o mantener siempre la inhabilitación inicial para cargo público.

Estas soluciones parciales podrían haber acercado el amén incondicional de unos y el rechazo total de otros. Pero fue imposible. Todos se mantuvieron en sus trece. Así se evaporó el Tribunal como integrador de conflictos. Se partió el Tribunal en dos (y no por gala) como si ya no existiese. El grupo mayoritario presentó aprisa su opinión favorable, casi como un “trágala”; los otros se hicieron fuertes en el “no”. La sentencia final, el 26 de junio de 2025, bendijo en esencia la amnistía por un triste seis a cuatro. Para mí, este resultado fue un horror y un error. Con estas actitudes cerradas no hubiéramos consensuado, en su día, ni la Constitución ni nada parecido.

Los mayoritarios no lo tenían fácil, y tiraron por una trocha inesperada, casi impracticable y empinada. Se refugiaron en una categoría original: la de una ley excepcional y retrospectiva. Y sobre esta piedra edificaron su sí. La excepcionalidad les valdría para todo, lejos del tradicional “derecho de gracia” del que era trasunto. La querían taumatúrgica e invulnerable para zafarse de las exigencias normales de un Estado de derecho. Siendo “excepcional” escapaba la amnistía de las limitaciones de la ley “singular”; al no ser una norma general “pro futuro”, se escabullía también de los requisitos de igualdad, de interdicción de arbitrariedad o no discriminación. Así podía pasar de los artículos segundo, noveno y décimo de la Constitución como el rayo de sol por el cristal, sin romperlos ni blockplirlos. ¡Porque era excepcional!

La aplicación del invento precisó de argumentación trabajosa, algo enredada, en ponencia de los mayoritarios. En su conjunto podría pasar por un meritorio escrito de parte, pero nunca como sentencia por sus evidentes carencias de equilibrio, claridad y altura. Algunos de sus argumentos eran discutibles, sofísticos o incomprensibles.

Por ejemplo, es difícil entender una “amnistía” (5.3.2.b.) como excepcionalidad retrospectiva que “se limita a suprimir los efectos de aplicación de unas normas cuya validez y vigencia no cuestiona”. O sea, que siguen vigentes, pero con un efecto de exoneración de responsabilidad “absolutamente sorpresivo” (sic). Sí, ¡sorpresa, sorpresa! Suena más bien a galimatías, logomaquia, errata o a salida apresurada de emergencia.

La excepcionalidad sirve, además, a los mayoritarios de comodín para cubrirse frente a todo tipo de reproches derivados del Estado de derecho: según la sentencia (6.2) la “excepcionalidad, derivada de la función que blockple la amnistía en el sistema jurídico descarta su arbitrariedad de una medida que conlleva la quiebra del principio de igualdad ante la ley”. Es otro buen sofisma de petición de principio. Justamente había que razonar al revés: dado que la interdicción de la arbitrariedad y la igualdad ante la ley son principios constitucionales expresos e indubitados, no cabe llevar tan lejos la excepcionalidad de la amnistía.

Otras veces los mayoritarios parecen confundir sus deseos con realidad. ¿Es justa la amnistía? Sí, creen ellos. ¿Por qué? Porque lo dice la ley. Basta leer su preámbulo. Su “mera lectura” lleva a apreciar que la amnistía “no carece de justificación razonable”. Y añade (7.3.2) “no cabe duda” de que la ley de amnistía no responde a capricho o voluntarismo. Busca una mejora de convivencia de interés general ante las tensiones del independentismo. Si esto fuese verdad, sería formidable. Pero no hay que fiarse tanto de la lectura de la ley. El reduccionismo a lo “literal” no se sostiene. De nuevo aquí han procedido al revés: dan por sentado desde el inicio lo que habría que demostrar al final. Como advierte un voto particular, la “verdadera finalidad de la amnistía” fue obtener siete votos de Junts per Catalunya para lograr la investidura. Esto es un hecho notorio de los que no se precisa prueba.

Con todo, lo más lamentable es que la sentencia se adentra, además, en jardines superfluos para sus propósitos de hoy, pero resbaladizos de futuro, al afirmar que nuestra Constitución es “abierta”. Admito que pocos se acordarán todavía: pero al franquismo mantenía que sus “leyes fundamentales” eran también “Constitución abierta”. ¡Qué casualidad! Y me vienen ahora a la mente los nombres respetables de Rodrigo Fernández Carvajal, José Zafra o Luis Sánchez Agesta. Y también recuerdo que con esa brillante idea de la apertura constitucional se pretendía tener siempre las manos libres para hacer o deshacer sin trabas en el trance de sucesión de Franco.

Es, por fin, la gran paradoja que esa amnistía, aprobada por “progresistas”, huela tanto a Antiguo Régimen, apeste a monarquía absoluta y a dictaduras de toda laya, encantadas con instrumento tan “sorpresivo” y mágico de la excepcionalidad, tan útil para perdurar en el poder el tiempo que sea, cuanto más mejor. En todo caso, la amnistía insidiosa es ya constitucional, como se quería demostrar. Pero me apena este fallo fallido, que erosiona el prestigio bien ganado durante décadas de un tribunal, que contribuí a crear y al que yo guardo tanta devoción y respeto.

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